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Actor,director y docente teatral.Escritor (novela, cuento,poesía y dramaturgia) Artista textil.-

La Tierra del Arca

Hola a todos:
He abierto este blog para hablar de arte y compartir obras. Me llamo Carlos Lagos, tengo 68, y la vida entera dedicada a intentar crear en el campo del teatro, la ficción, la poesía y ahora, de viejo, luego de un buen infarto, arte textil.
Quizás a alguien le guste o interese un poco lo que hago o he hecho. Es mi botella al mar. Está flotando y vaga buscando un rumbo. Alguna respiración humana parecida.
Ya salgo. Ya vuelvo.

ARTE TEXTIL

Estos trabajos intentan metaforizar el genocidio realizado en la Patagonia, primero con los pueblos originarios y luego con militantes populares. Traté de eludir la anécdota directa y representar los hechos desde la abstracción geométrica. A lo mejor les gustan un poco. Faltan algunos que pronto publicaré.Díganme qué les parecen. Gracias.-

lunes, 6 de diciembre de 2010

75.-
Viste a los chicos corriendo detrás de una pelota. La negrita con el hermanito del flequillo levantando polvo al errar las patadas. El abuelo complacido y ordenando las reglas. El desconcierto_un segundo_ del chiquilín al verte embobado. No te veías ni te podías imaginar ahí, en vaqueros, con camisa rosa desteñida y el libro a la rastra cargado como la emulsión de Scott. La mamá joven con su niña y las palmadas en el culito. Pasaban los autos y, cada tanto, un colectivo. La plaza llena de pibes. Ellos correteando, gritando. Y también la tropilla de los viejos y su silencio espantoso. Uno al lado de otro, ya sin mirar nada, ocupando los bancos con respaldo en la curva de la placita. Indiferentes absolutos. Vos, sentado en una de las esquinas del monumento a Magoya, decidido a no seguir llorando, a interesarte en la negrita y el hermano y el abuelo; totalmente en cero kilómetro, a los treinta pirulos. La generación de Pepsi. Apostando lo poco que había, ¿esto te hace saltar los mocos?...Ah, yo pa’llorar soy un artista. Llorón.
Los chicos, los viejos. Vos: una flecha de dos puntas. Casi te dejás arrastrar por un impulso y te metés en la iglesia pa’completar. Finalmente, los pies te trajeron, blandos, a tu lugar; a tu techo. Así que ahora venías al tranco largo, con ese fresco que se va volviendo frío de nochecita, metiéndosete por los huequitos de la camisa y haciéndote dar chuchos, mirando ya desde afuera, sin posibilidad de experimentar esa excitación que tenían los pibes del Hotel de Señoritas “Galicia”, cuando conversaban en la calle Salguero, casi Honduras, y en la puerta nomás, con los muchachos que no habían puesto ni siquiera un solo pie dentro del zaguán. Veías esfumarse la despedida que se engolosinaban en prolongar. Para ellos todavía todo estaba por rasgarse al filo de esas sonrisas cetrinas. Vos, extranjero; regresando al mate, al silencio que viene del cuarto de al lado, donde ya no hay más que una memoria que es un animal jadeante que nace para asfixiar el vacío de dejarse. Amelia. Y cerrame el ventanal, todo, que arrastra el sol su lento caracol de sueños. Astier.




Y bajo la lluvia; torrencial lluvia, a veces, esa gente, los viejos y las viejas. Congelados, hambrientos, rotos por dentro, se aguantaban las horas interminables para despedirse de sí mismos en ese cadáver. Ese viejo tieso, descomunal, misterioso, terrible, que dormía de alguna forma particular con la gloria, una puta asquerosa y hostil. Había mujeres y hombres y, por supuesto, muchachos, y también niños había, y truenos en las memorias de los memoriosos. Y relámpagos incandescentes, también había. Mariano deambulaba como drogado, sin decidirse a ocupar algún sitio. A quedarse o irse. No tenía ubicación ni pertinencia. Ya no podía cantar nada en común con esa gente, toda esa grey silenciosa de cuyo seno, de vez en cuando, rasgaba la tarde algún grito desgarrante con el nombre del muerto. Ahora sí era definitivamente un huérfano. Yacían entre los papeles los puchos, las bolsitas de polietileno y los restos de comida, todos los sueños. Las formas posibles de futuro. Un cataclismo.
Sin embargo, todo había acabado abruptamente antes de esa muerte. Quizá aquel día de la multitud, cuando todos no hacían más que mirar hacia lo alto para descubrir ese avión legendario, clamando. Quizá en el mismo instante en que sonaron los disparos y algunos eran alzados de los pelos como reses y otros se desangraban por el pasto. Quizá en las palabras, en las frías y desencarnadas palabras que brotaban de ese cadáver, helado por la televisión. Ahora, ¿qué más que llorar? Suma sus lágrimas a los cientos de millones de lágrimas ya vertidas. Tiene que hacerlo. Para él también es posible y necesario el llanto. A eso ha venido. A llorarlo, a llorarse. Es un poco estúpido y ridículo el modo en que los momentos más trascendentales se manifiestan. Sabe que no tiene importancia el frío, ni el hambre, ni las ganas de mear; nada que no sea el futuro que ha reventado delante de los ojos, y dentro; pero no puede evitar que las necesidades más elementales pasen al centro de la conciencia. No quiere recordar las palabras vacías de los solemnes discursos, no quiere abrir un diario. Algo fundamental ha sucedido y nadie sabe cómo decirlo, como hacerlo volar en pedazos. Pero la realidad es una cosa seca, feroz como un balazo. Es la gente despavorida. Sufriente. Que tiene que correr la cureña para verlo. Para que no se lo lleven. Para tirarle la última flor.
Esa gente que ha construido pacientemente al viejo muerto en alguna pared del corazón. Y ahora, ciega, corre hasta el agotamiento hacia el desierto, un poco por instinto, un poco por desesperación, detrás de un cajón. Que implacablemente se aleja, que se perderá detrás de puertas herméticamente cerradas, custodiadas por expertos. Y Mariano, entre lágrimas, clavado en su sitio, ve pasar el cortejo que huye, y los granaderos son únicamente figuras en la hoja central de un “Billíken” con tapa dibujada por Lino Palacio, en Entre Ríos, tomando el café con leche en la cocina, cuando papá, todavía vivo, decía que daba la vida por Perón.

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