22.-Ahora es el turno de Roberto. El Roberto era de otro palo. Nosotros, el Gringo, el Conejo y yo, éramos los vagos. Socialmente no muy recomendables. Más bien nada recomendables, porque nos movíamos por andurriales barrosos, de mala prensa, como frecuentar el quilombo de la Angélica, por ejemplo, desde los 12 o 13 años. Y eso de que fuéramos al quilombo, todo el pueblo lo sabía. El, en cambio, siempre perteneció al sector de los políticamente correctos. Al bando de los buenos, de los hijos modelos. Yo, que era su íntimo amigo, sabía que Roberto también tenía su historia, pero su imagen daba bien, pegaba en la gente. Eso lo ponía a resguardo de malas opiniones. Ocurre que yo también tenía mi costado sensible, parecido al suyo, y esa coincidencia nos unió, en secreto, siempre. Pero si yo hubiera cometido el error de revelarlo a los otros vagos, pasaría, para siempre, a ser un traidor y un putito. Ante los atorrantes que frecuentaba con fruición, Roberto era mi costado escondido y vergonzante. Pero yo siempre lo amé , como a los otros, incondicionalmente. Debí, pues, aprender a moverme en dos territorios paralelos que no iban a tocarse jamás en ningún punto. Eso estaba bien y me gustaba. Gastaba adrenalina de lo lindo y al pedo.
Lo que no tenía arreglo era que Roberto siempre fue un ganador de toda la cancha. Las chanchadas que podía hacerle el Gringo ni lo despeinaban. El tipo nos ganaba como quería ,de punta a punta. Y, lo peor de todo, que por derecha. Era enteramente bueno, era desmesuradamente bueno. Educado. Guardaba las formas como correspondía a un chico ideal. Eso me obligaba a estar con él en sus términos, hacía aflorar en mí la corrección más excesiva y las buenas maneras; lo que era esperable en un chico educado. Jamás podría haberle contado el tenor de mis conversaciones con el Gringo o el Conejo porque me hubiera despreciado o expulsado del reino.
Entonces, con Roberto, nos encontrábamos a horas diferentes, generalmente al anochecer, en la vidriera de la farmacia de Girstel donde él sacaba de la galera sus relatos fantásticos. Además éramos rivales en el futbol. Yo era el arquero del Tarzán Atlétic Club, que era como decir donde estaba lo peor de lo peor. El era el arquero que representaba a la gente del centro, a los finos, donde jugaban los legales. Pero, al fin, creo que el Gringo y el Conejo no le tenían mucha simpatía, porque Roberto era demasiado ganador. Entre otras cosas se había ganado a la hija del Gerente del Banco de la Nación, la Ana María Payg, que era una concheta infernal y que lo autorizaba a subir , nada menos, que al primer piso del edificio del Banco, que era el más lujoso del pueblo. Nosotros lo mirábamos entrar y se nos caía la baba de la envidia. Las minitas que nos daban pelota a nosotros eran todas Puloil. Y porque era un ganador sin trampas en todos los órdenes, a nosotros nos resultaba insoportable.
El Gringo era chancho y tramposo. Te trampeaba en lo que fuera con tal de ganarte. Eso despertaba en mí una admiración inmensa porque yo era cagón. Como arquero del Tarzán,además, era un perro, un mediocre. A veces me salía un gran partido, pero eran los menos. En general yo era la vergüenza de mi papá que se tenía que bancar los partidos y que admiraba a mi primo, el Coco que, ese sí, era un crack. El Coco era lo que mi viejo hubiera esperado de mí, pero le fallé.
Roberto, en cambio, era una garantía para todo el mundo en el medio de los tres palos. Además estaba el tremendo tema de las gurisas. Todas iban detrás de su arco en el campito, porque Roberto era el más lindo. Y el más bueno. Detrás del mío, obviamente, no estaba ni el loro, ni un perro sarnoso. Roberto usaba un pulóver marrón de cuello alto, rodilleras, guantes y botines. Parecía Amadeo Carrizo. Yo lucía lastimoso. Un buzo que alguna vez había sido amarillo pero que ahora parecía un guiñapo color vómito, zaparrastroso, daba pena. No tenía rodilleras ni en pedo y estaba calzado con unas viejas zapatillas de basquet, descoloridas, que alguna vez habían sido blancas con guardas negras y que remataban en mis piernas flacas: unas canillas finitas y huesudas que parecían escarbadientes. Cada vez que Roberto embolsaba una pelota, las gurisas de mierda se desgañitaban gritando y aplaudiendo y hasta entraban a la canchita para darle un beso. A mí me silbaban, me abucheaban y, no me acuerdo si me escupían. Y lo péor es que, cuando íbamos al Club Social a bailar, no me daban ni la hora, salvo la hermana del Roberto, la Chiquita, que se hizo mi novia, tal vez por descarte. Entonces, con los vagos, nos íbamos a bailar chamamés con las negras Puloil en la pista de Velázquez, mientras los conchetos se quedaban bailando fox-tros en el club.
También los dos queríamos ser cantores. Soñábamos con el éxito a toda costa y cantábamos, pues. Una vez hubo un concurso de canto en el pueblo, que se transmitió , entre el atardecer y la noche, por la propaladora que emitía el Club Sportivo San Salvador. No me acuerdo si se inscribieron muchos, pero sí que los dos, Roberto y yo, llegamos a la final. Para ese entonces todo el pueblo estaba alborotado por el hecho. Los bienpensantes, los educados, estaban obviamente con Roberto. Y los grasas y los vagos irrecuperables, por mí.
Gané milagrosamente la final porque Roberto se equivocó. No al cantar; que cantaba como los dioses y mucho mejor que yo. Sino porque el boludo se equivocó en el repertorio. Eligió “El huérfano”, un vals de mierda, porque era hincha de Magaldi. Y yo me mandé al frente con “Destellos”, un tanguito bien melodramático. Roberto, hasta el día de hoy me dice que yo ese día canté “Volver”, pero estoy seguro que era “Destellos”. Así que el loco fue al muere y gané yo. Igual, todas las gurisas lo besaban para consolarlo, y “Robertito de aquí y Robertito de allá”, las turras, y a mí ni cinco de bola y ni la Chiquita se animaba a felicitarme. Además yo era feo y malo y un flaco de mierda; no como él, que era divino y bueno.
Con todo eso, sin embargo, yo amaba a Roberto como amigo. Mucho. El fue mucho de lo mejor que me pasó en la vida, Amelia. Y él también me ha querido, siempre. Roberto era la imaginación desatada y mi admiración por él no tenía límites.
En el pueblo había un galpón donde se proyectaban películas, que siempre eran viejas y se cortaban cada quince minutos, mientras todos chiflábamos como descosidos y puteábamos hasta al Papa y escupíamos cascaritas de girasol, dejando todo el cine alfombrado. Pero Roberto, carajo, iba a Concordia. Ahí se pasaban las pelis recién estrenadas, dos meses después que en Buenos Aires. Así que cuando volvía a San Salvador era una fiesta escucharlo contármelas. A veces, el hijo de puta no las había visto pero, igual, me las inventaba. Y yo las veía nítidas, escena por escena, y hasta me tarareaba la música, porque su relato era maravilloso.
Le gustaba, sobre todo, asustarme para que me fuera a casa cagado en las patas, así que las narraciones de terror las empezaba como a las once de la noche, cuando no había ni un alma en la calle y ya estaba por empezar el invierno. Me inventaba de todas las maneras posibles a “Drácula”, por ejemplo, o “La Momia”, que resucitaba y te ahorcaba de una, por más que patalees y patalees. Eras boleta, sin remedio. No se me veían las patas de cómo corría desde lo de Girstel hasta mi casa en la noche cerrada. Y no te digo nada, Amelia, cuando el hijo de puta empezó a ver a Isabel Sarli. No sé las veces que le pedí que me repitiera “El trueno entre las hojas” para imaginar las tetas de la Coca.
Pero Roberto era, fue y es , principalmente, el constructor de la idea de hogar, de familia, que pude construirme. Ir a su casa era ver, deslumbrado, desplazarse a su mamá, oirla hablar, apenas musitar, con una dulzura infinita que no formaba parte de este mundo, acariciar o besar a Roberto, y después diciéndome: “Marianito, sentate que te voy a servir la leche”. Y yo, rendido a su amor, me sentaba en una mesa que me parecía inmensa, y que tenía un frasco de cristal labrado, de color naranja, en el centro, lleno de caramelos y bombones; con ella trayendo la taza humeante, acompañada por un trozo de jalvá. Esa maravilla, para mi, era el hogar. Porque Roberto tenía mamá. Y esa mamá era serena y dulce, y lo abrazaba y lo besaba. Y le sobraba, todavía, para acariciarme a mí también, haciendo desaparecer, con un gesto, el frío del invierno. Afuera. Donde a la vuelta de la esquina, estaba otra casa, la mía. Donde moraba otra mamá que jamás dio un abrazo a su hijo; ni un beso, ni habló con dulzura. Roberto, Amelia, un winner.
Datos personales
- carlos lagos
- Actor,director y docente teatral.Escritor (novela, cuento,poesía y dramaturgia) Artista textil.-
La Tierra del Arca
Hola a todos:
He abierto este blog para hablar de arte y compartir obras. Me llamo Carlos Lagos, tengo 68, y la vida entera dedicada a intentar crear en el campo del teatro, la ficción, la poesía y ahora, de viejo, luego de un buen infarto, arte textil.
Quizás a alguien le guste o interese un poco lo que hago o he hecho. Es mi botella al mar. Está flotando y vaga buscando un rumbo. Alguna respiración humana parecida.
Ya salgo. Ya vuelvo.
He abierto este blog para hablar de arte y compartir obras. Me llamo Carlos Lagos, tengo 68, y la vida entera dedicada a intentar crear en el campo del teatro, la ficción, la poesía y ahora, de viejo, luego de un buen infarto, arte textil.
Quizás a alguien le guste o interese un poco lo que hago o he hecho. Es mi botella al mar. Está flotando y vaga buscando un rumbo. Alguna respiración humana parecida.
Ya salgo. Ya vuelvo.
ARTE TEXTIL
Estos trabajos intentan metaforizar el genocidio realizado en la Patagonia, primero con los pueblos originarios y luego con militantes populares. Traté de eludir la anécdota directa y representar los hechos desde la abstracción geométrica. A lo mejor les gustan un poco. Faltan algunos que pronto publicaré.Díganme qué les parecen. Gracias.-
jueves, 6 de mayo de 2010
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