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Actor,director y docente teatral.Escritor (novela, cuento,poesía y dramaturgia) Artista textil.-

La Tierra del Arca

Hola a todos:
He abierto este blog para hablar de arte y compartir obras. Me llamo Carlos Lagos, tengo 68, y la vida entera dedicada a intentar crear en el campo del teatro, la ficción, la poesía y ahora, de viejo, luego de un buen infarto, arte textil.
Quizás a alguien le guste o interese un poco lo que hago o he hecho. Es mi botella al mar. Está flotando y vaga buscando un rumbo. Alguna respiración humana parecida.
Ya salgo. Ya vuelvo.

ARTE TEXTIL

Estos trabajos intentan metaforizar el genocidio realizado en la Patagonia, primero con los pueblos originarios y luego con militantes populares. Traté de eludir la anécdota directa y representar los hechos desde la abstracción geométrica. A lo mejor les gustan un poco. Faltan algunos que pronto publicaré.Díganme qué les parecen. Gracias.-

viernes, 20 de agosto de 2010

43.-
Todos los sortilegios podían suceder. Así cualquier tarde de lluvia, desde la siesta hasta la noche, debían estar bajo el techo del galpón de sólo dos paredes. Entonces por delante y al costado, la lluvia arrasaba a ramalazos sus caras que se llenaban de diamantes baratos, ventoleras pesadas que los hacían trastabillar, mientras debajo de una chapa de zinc, azorados por los fogonazos que hacían los relámpagos, los conejos se apretujaban en sus jaulas, aterrorizados, con sus ojitos de muñeca clavados en el vacío del instinto, y recortados por los circulitos del alambre tejido; temblorosos los hocicos, ateridos y empapados, mientras ellos, absortos, concentrados, avanzaban, paso a paso, en la minuciosa construcción de las máquinas de barro. Cada uno pendiente del otro, relojeando, sin decir nada; pero prontos a advertir la violación de las reglas. Por ejemplo: colocar, escondida, una tablita para hacer más sólidos los chasis. Únicamente estaba permitido el alambre o un palo para los ejes; lo demás debía ser rigurosamente barro y había, en cambio, libertad total para el número de ruedas de auxilio, también de barro que, febrilmente, llevarían durante todo el trayecto de la carrera los encargados del auxilio, autorizados a alcanzarlas. Sólo el corredor, nada más que el piloto, podía hacer los arreglos del coche, si se partía, y, además, el cambio de ruedas. La clasificación se corría por la vereda y era a toda la vuelta de la manzana. La final, nada más que con los dos primeros, pero esta vez en plena calle de barro y también a vuelta entera. La última cuadra, la cuarta, estaba reservada como recta final por ser la única asfaltada; un eufemismo, porque había tanto barro como en cualquiera de las otras, aunque las rueditas patinaban mejor, de todos modos.
Casi todos trataban de reproducir las Maseratti, aunque había intentos por la Mercedes y por la Alfa Romeo. Se permitía pegar la figurita, si querías; y se veía, naturalmente, la del Chueco que la usaba aquél que hubiera sido el ganador de la anterior; casi siempre el Déliz por otra parte. Y los demás güevones teníamos la opción de ser Ascari, Villoressi, Brambilla, el Príncipe Bira, Farina y, por ahí, José Froilán González; todos enmarcaditos en el rectángulo de las figuritas “Po-Pof” donde veías, en un ángulo, al piloto, y abajo la máquina reluciente, y hasta casi con los ruidos atronadores del motor encendido que te venía solo a la oreja junto a la voz de Luis Elías Sojit. Nunca se usaban figuritas “Klondike” pese a que también traían los corredores, porque se guardaban para la “tapadita”. Así que una vez listas, asegurados de que el barro estaba suficientemente amasado, bien mezclado con tierra seca sacada del piso del galpón, venía la operación de ponerle piolines para tirar parejo. Podían optar por un tiro doble saliendo del eje delantero, uno a cada costado de las ruedas, o bien uno solo, saliendo de la trompa del coche. La figurita iba pegada en el asiento por ser el lugar del piloto pero, sobre todo, porque era el lugar más seguro ante la contingencia de que el auto se partiera en dos pedazos; algo previsible si la mezcla no era lo suficientemente compacta y había fallado el tiempo del amase. En eso, indudablemente, el maestro muy superior al resto, era el Déliz, que hace rato había perdido su verdadero nombre y, ahora, era el Pollo. Su seriedad y concentración en el minucioso armado estaba muy por encima de nosotros; los coches que hacía el hijo de puta podían aguantar casi indemnes, hasta tres cuadras de vereda, considerando tramos muy poceados, sin baldosas, o con partes de pasto y, cuando no, con mucho escombro y ladrillos partidos. A tal punto era superior a la gilada, que se permitía licencias de diseño de su pura inspiración personal; por ejemplo, relieves inéditos en la carrocería y hasta volante; o caños de escape trabajados en trenza, detalles, todos, absolutamente insoportables para el Gringo, notorio por su torpeza creativa, por lo cuál, al menor descuido se su hermano mellizo, aprovechaba para pegarle rápidamente algún monigote, alguna pija parada, que arruinase la línea. O sino, simplemente, le arrancaba de un manotón violento y sorpresivo el detalle creativo. La bella máquina quedaba como desgarrada lastimosamente de algún lado. Entonces atronaban las carcajadas del Gringo y sus escupidas y había que esperar a que terminaran las trompadas y las patadas en los güevos, calmar los ánimos y salir a la pista donde rugía la hinchada embravecida.
Aunque igual, fatalmente, el Gringo se hacía lugar para la maldad que era su estimulante y compulsivo vicio. Alguna escupida de costado, por ejemplo, dejaba su espumita en la trompa del bólido como una gema o, repentinamente urgido por la necesidad fisiológica, se ponía a orinar en el piso del galpón, a pasitos de todo el mundo, y algún chorrito iba siempre a pegar, de refilón, en la máquina del quíntuple campeón de Balcarce. Por lo tanto, el Gringo era el corredor más vigilado, sí señor, porque se esperaba, siempre, adivinar dónde y cuándo haría la chanchada esta vez. Así que terminó por acostumbrarse a esperar, haciéndose el boludo, la inspección. Lo hacía actuando de buenito, para poder meterle, después, alguna cosa prohibida a su horrible auto que le permitiera mantenerlo entero el mayor tramo posible de la carrera. Siempre un bolsillo, o la media mugrienta, escondían la maderita, el fierrito, listo para ser encajado durante una súbita descompostura de estómago que lo hacía retrasar cuando ya había expirado el tiempo estipulado, que era una hora exacta por reloj, para la construcción de cada auto. Se largaba por sorteo, en parejas, separadas por dos metros, en cualquier clase de condiciones climáticas. Las más emocionantes, naturalmente, eran las que se corrían bajo la lluvia torrencial, cosa que le daba un dramatismo impresionante. El Conejo casi siempre era el auxilio por su condición de gil irremediable, y se le sumaba la responsabilidad de la transmisión y de la conexión con Luis Elías, en el Control Central, como si fuera siguiendo la carrera desde el avión, pese a que no teníamos ninguna noticia de que, en Monza, se las siguiera por avión. Esas eran las de carreteras, como la vuelta de Entre Ríos por ejemplo, a la que íbamos todos y que siempre ganaba Oscar Gálvez, al Aguilucho, aunque a mí también me gustaba Marcos Cianni desde que lo ví en las figuritas, porque tenía cara de muchachito de las películas de episodios; a la Pata Closard: Eusebio Mansilla porque era el Caballero del Camino, y al Gringo: Toscanito Marimón. Del Conejo no sé, porque a él únicamente le interesaba la Quela Villalba que tenía 15 años, tetas, y le llevaba como una cabeza; pero lo estimulaba para mirarla o hacerse la paja.
Después de varias salidas falsas, casi siempre a causa de que el Gringo no esperaba la orden de largada que impartía el Conejo, que por otra parte resultaba incorruptible y era una garantía ante los intentos de coima del Gringo para que fabricase la descalificación del Pollo, o le permitiera picar en punta, se largaba el Gran Premio y había que estar muy atento a los codazos debido a la lucha por arrancar en los lugares de privilegio, o a las pisadas “accidentales” de los autos. La técnica más ortodoxa indicaba que había que salir sin pegar el tirón para evitar que la máquina se partiese en la salida. Muy pocos lo conseguíamos, fuera del Pollo. Los más éramos vencidos por la excitación y veíamos alejarse a los punteros mientras, nerviosamente, y de cualquier manera, agarrábamos el bodoque de barro que alcanzaba solícito el auxilio, y la pobre Maseratti perdía toda belleza para ser una masa remendada y amorfa. Empapados, sin resuello, pasaba una buena hora y pico, plagada de inconvenientes y obstáculos. En el camino había que sortear no sólo las veredas imposibles e implacables con los coches, sino las contingencias del azar: una vieja de mierda saliendo imprevistamente del zaguán y descargando sus kilos de várices sobre el Príncipe Bira; o algún peatón, indignado, que confundía el Alfa Romeo con la n°5 reglamentaria y se hacía el Atómico Boyé en la cancha de River y con un taponazo, ante la tristeza del piloto, abruptamente quedaba fuera de carrera por imperio de la fatalidad. Carreras son carreras, Luis Elías. La vigilancia debía centrarse en las últimas cuadras de la manzana por previsión a que algún corredor decidiera agarrar el auto del suelo y adelantarse, con él bajo el brazo, varios metros. Pocas veces se llegaba a la final. Fatalmente el Gringo era incapaz de aceptar su regular e inevitable derrota, de modo que, viendo como el Pollo, inexorablemente, se acercaba a la meta entre los gritos ensordecedores de la multitud de Monza, y mientras el Conejo, abandonando el auxilio, dejaba a los demás competidores librados a la buena de Dios y se desgañitaba, bien chupamedias, transmitiendo para todo el globo terráqueo la llegada victoriosa de la máquina piloteada por el legendario Chueco Fangio, el invencible Chueco de Balcarce, que para orgullo de los argentinos y de toda América, les demostraba a los extranjeros de mierda, una vez más, su clase y su muñeca magistral, fierro a fierro, el Gringo, borracho de resentimiento y mala fe, mal perdedor como siempre, cagándose de la risa, se largaba , pues, a correr como un descocido en persecución del puntero, su hermano mellizo del alma, siempre concentrado y firme, allá adelante, el hijo de la gran puta. Con su honestidad de mierda y la voluntad a toda prueba como un estandarte, entonces le lanzaba con toda su alma, bloques y bloques de barro, agarrados de pasada, a la carrera, capaces de decapitarlo, tratando de reventar la puta máquina puntera y cuanto bicho se pusiera por delante…,pero ante los fallidos intentos y el esquive de las trompadas que le tiraba el Pollo, blanco de ira y siempre concentrado en lo suyo, queriendo llegar, el Gringo de mierda, no se sabe cómo, conseguía siempre meter su pata sucia, enorme, su pisada de gorila, y dar el terrible zapatazo mortal, dejando convertida en una cosa informe y chirle a la ,hasta ese instante, gallarda ganadora. Así que, entre la desilusión de la inmensa masa de aficionados al automovilismo mundial que se agitaba colmando las tribunas del glorioso circuito de Monza, cuna de tantas glorias para el Chueco y el deporte nacional, lamentablemente, esto se terminó, mis amigos, carreras son carreras, decía don Luis Elías, y las trompadas que el Pollo y el Gringo intercambiaban, hacían que el Conejo, única autoridad de la prueba, diera por terminada la competencia y conectaba con el Luna Park. Se proponía luego, si no había oposición, ir a tomar mate dulce a la pieza de los mellizos y hacer un partidito de chin-chón, total no iba a parar de llover. Eso siempre y cuando se comprometieran a ventilar lo suficiente la pieza y desapareciera un poco el olor a pata.
Yo bien sé que la vuelta es un mito.
Una idea de
aliento cortado por el cuchillo cotidiano.
Pero se trataba de huir
hacia la pureza. Entero como una fruta y
sin mácula.
Intocado por todo el ácido de lo sabido.
Bien sé que el amor es
un vino
para acompañar a la comida esencial. Un nombre
de mujer desnuda. Una noche
de invierno, antes de quedar
solos,
solos. Totalmente.

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