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Actor,director y docente teatral.Escritor (novela, cuento,poesía y dramaturgia) Artista textil.-

La Tierra del Arca

Hola a todos:
He abierto este blog para hablar de arte y compartir obras. Me llamo Carlos Lagos, tengo 68, y la vida entera dedicada a intentar crear en el campo del teatro, la ficción, la poesía y ahora, de viejo, luego de un buen infarto, arte textil.
Quizás a alguien le guste o interese un poco lo que hago o he hecho. Es mi botella al mar. Está flotando y vaga buscando un rumbo. Alguna respiración humana parecida.
Ya salgo. Ya vuelvo.

ARTE TEXTIL

Estos trabajos intentan metaforizar el genocidio realizado en la Patagonia, primero con los pueblos originarios y luego con militantes populares. Traté de eludir la anécdota directa y representar los hechos desde la abstracción geométrica. A lo mejor les gustan un poco. Faltan algunos que pronto publicaré.Díganme qué les parecen. Gracias.-

domingo, 29 de agosto de 2010

46.-
Había que cruzar por el molinete, dar la vuelta a la estación del ferrocarril y largarse nomás para el barrio de La Bolsa, metiéndole derechito por la diagonal de tierra que lleva a lo de Velázquez, donde se hacían los bailes populares para el gauchaje y siempre tocaban los chamameceros. Se caminaba por la noche, pues; medio al tanteo; conociendo, por las sombras, cada rancho y cada montecito de eucaliptus o paraísos. A cierta altura había que desviarse para la izquierda hasta encontrar la callecita que te llevaba derecho al rancho de la Angélica. Y había que tener las orejas bien limpias para escuchar hasta lo más lejos posible el ruido de los cascos de los caballos de la ronda de la policía que, a esa hora, siempre andaba por la zona de recorrida. A lo mejor tratando de agarrar a algún paisano perseguido que cayera a lo de Angélica o, simplemente, para alcahuetearle al comisario quienes habían ido esa noche al quilombo. Cuando no era para echarse ellos mismos, de arriba, un buen polvo, y seguir al trotecito. Milicos de mierda. Especialmente Yaguar, que era el sargento y, por demás, amigo de mi viejo; fue él que, una vez, a la siesta, mientras estábamos pisándonos para ver cómo hacíamos dos equipos para un picado, disolvió la barra reunida en la esquina del hotel del Gringo al grito de: “¡A ver quien se pisa conmigo, carajo!”, cagándose de risa, después, el hijo de re mil putas, cuando le contaba la historia a mi papá. No te voy a decir que caíamos todas las noches por allí, pero desde los doce, más o menos, ya empezamos a ir todos a lo de la Angélica. Para mí especialmente en los veranos, que era cuando volvía al pueblo de vacaciones; y para el resto, en cambio, el desfile duraba todo el año. En Uruguay yo me las arreglaba con los otros negros de la Fráter para ir a lo de la Piqueli, que era el quilombo de los estudiantes, donde teníamos crédito y todo; pero la cosa era distinta. Una porque estaba cerca de lo de mi tío y podía llevar el cuento a casa, y otra porque, no sé, tenía un aire de cosa de ciudad. Era una casa hasta con patio de cemento y caían muchos tipos grandes, en bicicleta.Eso te daba calor. Dejame de joder; se sacaban despacito los broches de los pantalones y se sentaban junto a vos, que eras un pendejito, bajo la parra, como si estuviéramos en la peluquería o en la sala de espera del doctor y, entre medio andaba corriendo la gurisita, hija de la Piqueli, que tendría unos ocho años, lo más natural y como si tal cosa; además todos los pichicatos no teníamos más remedio que ir por la tardecita y entonces cualquiera te veía entrar; era un quemo,imaginate, y eso porque teníamos que estar dentro de la Fráter para las ocho, que era la hora de cenar. No sé, a mí me gustaba mucho más lo de la Angélica; será porque empecé con ella y le tenía confianza, y hasta muchísimo afecto. Al final era como una tía; nos conocía por los nombres, conocía a nuestros viejos, era como de la familia. Y vos te sentabas a la nochecita, en el patio de tierra apisonada, contra el cerco de ligustrina negra, fumando tranquilo un puchito mientras que, de a uno, los gurises íbamos pasando. Apenitas, se colaba un pálido reflejo por debajo de la puerta del rancho que tenía luz eléctrica, no vayas a creer. La Angélica le ponía una lamparita de veinticinco cosa que, desde afuera, nadie pudiera avivarse de que había gente y nosotros esperábamos ahí, sentados en sillas con respaldar de junco, jugando con el perro que se llamaba Yoni y que nos conocía, también. Cuando venía algún hombre grande ella tenía la delicadeza de hacerlo entrar por detrás, esperar en el comedorcito donde le servía una copa de coñac Tres Plumas y nunca, en ninguna de las veces que fuimos, nos enteramos de quiénes eran los que venían a verla, además de nosotros. Eso creo que retrata el carácter de ella y su cuidado. Cuando escuchábamos ruido a loza, era señal que había terminado y estaba lavándose y lavando al que había echado su polvo, con una palangana que tenía agua caliente y permanganato, eso decía ella ,para desinfectarse y que a mí me parecía sangre, porque dejaba el agua toda roja; pero también era bárbaro, porque ella misma te lavaba el pajarito y te lo secaba; te daba una palmadita en el culo antes de decirte:”ponete los pantalones mocoso e’mierda”, acomodándose la enagua que casi siempre era celeste, como de raso, y saliendo por el otro lado se iba afuera a vaciar la palangana en la tierra. Yo, para variar, casi nunca tenía plata; entonces era el Gringo quien se ponía con los cuarenta o, a veces, cuando él tampoco tenía guita, hablaba despacito con la Angélica para que me atendiera fiado. Todo eso, para mí, era genial. Ella te hacía pasar, asomándose a la puertita, y una vez que entrabas, echaba tranca con un palo de ñandubay y caminaba hasta la cama altísima, de esas con respaldo de hierro niquelado, de barandas retorcidas,¿ viste? En enaguas y con pantuflas, que también eran celestes y tenían un pomponcito en la punta. Se sentaba en el borde de la cama, y mientras vos te bajabas los pantalones, te preguntaba por tu viejo, tu vieja, o por los estudios. Te decía: “Vos debés ser un vago de mierda que no estudia nunca y yo se lo voy a contar a tu viejo” . Y se reía a carcajadas, mostrando todos los dientes, Amelia; tirándose para atrás y así uno alcanzaba a verle un poco la cosita. Porque no tenía la bombacha puesta, aunque para mí era imposible reír tan espontáneamente como ella, te imaginás, era como una zorra vieja, canchera y libre. Enseguida te agarraba el pitulín que, por más que vos quisieras, estaba muerto de frío y te lo empezaba a masajear con paciencia, siempre hablando de bueyes perdidos hasta que se ponía a punto; después destapaba el frasco de vaselina, que estaba arriba de la mesa de luz; se cargaba una buena porción en el dedo y te untaba de punta a punta el bichito antes de agarrarlo y metérselo ella sola, así nomás; al borde, como te dije. Porque no le gustaba que te subieras a su cama, que estaba inmaculada con la colcha blanca de hilo, tejida al crochet. Y ni se te fuera a ocurrir querer tocarle una teta o darle un beso porque entonces, sí, era capaz de cagarte a trompadas y sacarte a los santos pedos. Para nosotros era una tipa bárbara, única; tenía debajo de la almohada una cuchilla que manejaba como el que más y, además, un arreador con cabo de plata colgando del ropero para cualquier contingencia. Así que había que mandarse el asunto con la boca apoyada en la colcha y, cuanto más, podías prenderte de los hombros pero casi no te movías porque a ella le gustaba manejar la cosa, desde abajo, moviendo las caderas. Te daba dos o tres saques, y enseguida le estabas echando la escupidita;” bueno salí, ché, mocoso de mierda”, te ordenaba, y tenías que quedarte esperando, parado, con los pantalones y los calzoncillos enredados en los tobillos como si estuvieras maneado, hasta que ella se lavara bien con agua caliente y el permanganato. Esperar a que se secara, tirara el agua afuera y, finalmente, empezara con vos. Era muy lindo entonces el contacto con el agua caliente y esas manos diestras, de enfermera, que tenía. La forma en que te secaba y te daba la palmadita en el culo para que te vistieras mientras rehacía su peinado y acomodaba un poco las cosas. Guardaba la plata en un monedero de hule y después te acompañaba hasta el portoncito, alumbrando con la linterna de tres elementos que tenía dos luces. Una blanca y otra roja. El camino de salida te lo marcaba ella y el Yoni, que también iba a despedirte hasta el portón, moviendo la cola, con la luz roja. Así nadie se daba cuenta que salías; pero cuando, otro día, llegabas, en cambio, y golpeabas las manos para que te atendiera, usaba la luz blanca que te clavaba en la cara desde lejos, y te dejaba ciego. Eso antes de decidirse a dejarte pasar. Si andaba sin ganas o tenía gente, te echaba sin asco y por más que le rogases: dejame entrar, Angélica; “no, carajo, dije que no, y se me van o no los dejo entrar más; qué mierda se creen, guachos de mierda”. Era una criolla buena, blanca de piel, con todas las venas azules casi en la superficie, bien maciza; honrada y, además, fuerte. Para nosotros esa era la zona más cálida de la realidad; y, para ella, nosotros seríamos, quizás, alguna cosa entrañable para atenuar su soledad. Los hijos que no tuviste, Angélica. Angélica, dulce, dulcísima. Todo mi enorme amor va en este beso que ahora te doy,suavecito, sobre los ojos. Hermosa Angélica mía; tierna, dulcísima hada de la infancia con manos rugosas. Virgen nuestra con perfume a permanganato. Que nadie te toque, que nadie se atreva, mamá Angélica; mamita mía, mi amor. Tu amor.

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